Ése fue el viaje más largo de Marcos. Regresó con un
cargamento de enormes cajas que se almacenaron en el último patio, entre el
gallinero y la bodega de la leña, hasta que terminó el invierno. Al despuntar
la primavera, las hizo trasladar al Parque de los Desfiles, un descampado
enorme donde se juntaba el pueblo a ver marchar a los militares durante las
Fiestas Patrias, con el paso de ganso que habían copiado de los prusianos. Al
abrir las cajas, se vio que contenían piezas sueltas de madera, metal y tela
pintada. Marcos pasó dos semanas armando las partes de acuerdo a las
instrucciones de un manual en inglés, que descifró con su invencible
imaginación y un pequeño diccionario. Cuando el trabajo estuvo listo, resultó
ser un pájaro de dimensiones prehistóricas, con un rostro de águila furiosa
pintado en su parte delantera, alas movibles y una hélice en el lomo. Causó
conmoción. Las familias de la oligarquía olvidaron el organillo y Marcos se
convirtió en la novedad de la temporada. La gente hacía paseos los domingos
para ir a ver al pájaro y los vendedores de chucherías y fotógrafos ambulantes
hicieron su agosto. Sin embargo, al poco tiempo comenzó a agotarse el interés
del público. Entonces Marcos anunció que apenas se despejara el tiempo pensaba
elevarse en el pájaro y cruzar la cordillera. La noticia se regó en pocas horas
y se convirtió en el acontecimiento más comentado del año. La máquina yacía con
la panza asentada en tierra firme, pesada y torpe, con más aspecto de pato
herido, que de uno de esos modernos aeroplanos que empezaban a fabricarse en
Norteamérica. Nada en su apariencia permitía suponer que podría moverse y mucho
menos encumbrarse y atravesar las montañas nevadas. Los periodistas y curiosos
acudieron en tropel. Marcos sonreía inmutable ante la avalancha de preguntas y
posaba para los fotógrafos sin ofrecer ninguna explicación técnica o científica
respecto a la forma en que pensaba realizar su empresa. Hubo gente que viajó de
provincia para ver el espectáculo. Cuarenta años después, su sobrino nieto
Nicolás, a quien Marcos no llegó a conocer, desenterró la iniciativa de volar
que siempre estuvo presente en los hombres de su estirpe. Nicolás tuvo la idea
de hacerlo con fines comerciales, en una salchicha gigantesca rellena con aire
caliente, que llevaría impreso un aviso publicitario de bebidas gaseosas. Pero,
en los tiempos en que Marcos anunció su viaje en aeroplano, nadie creía que ese
invento pudiera servir para algo útil. Él lo hacía por espíritu aventurero. El
día señalado para el vuelo amaneció nublado, pero había tanta expectación, que
Marcos no quiso aplazar la fecha. Se presentó puntualmente en el sitio y no dio
ni una mirada al cielo que se cubría de grises nubarrones. La muchedumbre
atónita, llenó todas las calles adyacentes, se encaramó en los techos y los balcones
de las casas próximas y se apretujó en el parque. Ninguna concentración
política pudo reunir a tanta gente hasta medio siglo después, cuando el primer
candidato marxista aspiraba, por medios totalmente democráticos, a ocupar el
sillón de los Presidentes. Clara recordaría toda su vida ese día de fiesta. La
gente se vistió de primavera, adelantándose un poco a la inauguración oficial
de la temporada, los hombres con trajes de lino blanco y las damas con los
sombreros de pajilla italiana que hicieron furor ese año. Desfilaron grupos de
escolares con sus maestros, llevando flores para el héroe. Marcos recibía las
flores y bromeaba diciendo que esperaran que se estrellara para llevarle flores
al entierro. El obispo en persona, sin que nadie se lo pidiera, apareció con
dos turiferarios a bendecir el pájaro y el orfeón de la gendarmería tocó música
alegre y sin pretensiones, para el gusto popular. La policía, a caballo y con
lanzas, tuvo dificultad en mantener a la multitud alejada del centro del
parque, donde estaba Marcos, vestido con una braga de mecánico, con grandes
anteojos de automovilista y su cucalón de explorador. Para el vuelo llevaba,
además, su brújula, un catalejo y unos extraños mapas de navegación aérea que
él mismo había trazado basándose en las teorías de Leonardo da Vinci y en los
conocimientos australes de los incas. Contra toda lógica, al segundo intento el
pájaro se elevó sin contratiempos y hasta con cierta elegancia, entre los
crujidos de su esqueleto y los estertores de su motor. Subió aleteando y se
perdió entre las nubes, despedido por una fanfarria de aplausos, silbatos,
pañuelos, banderas, redobles musicales del orfeón y aspersiones de agua
bendita. En tierra quedó el comentario de la maravillada concurrencia y de los
hombres más instruidos, que intentaron dar una explicación razonable al
milagro. Clara siguió mirando el cielo hasta mucho después que su tío se hizo
invisible. Creyó divisarlo diez minutos más tarde, pero sólo era un gorrión
pasajero. Después de tres días, la euforia provocada por el primer vuelo de
aeroplano en el país, se desvaneció y nadie volvió a acordarse del episodio,
excepto Clara, que oteaba incansablemente las alturas.
A la semana sin tener noticias del tío volador, se supuso
que había subido hasta perderse en el espacio sideral y los más ignorantes
especularon con la idea de que llegaría a la luna. Severo determinó, con una
mezcla de tristeza y de alivio, que su cuñado se había caído con su máquina en
algún resquicio de la cordillera, donde nunca sería encontrado. Nívea lloró
desconsoladamente y prendió unas velas a san Antonio, patrono de las cosas
perdidas. Severo se opuso a la idea de mandar a decir algunas misas, porque no
creía en ese recurso para ganar el cielo y mucho menos para volver a la tierra,
y sostenía que las misas y las mandas, así como las indulgencias y el tráfico
de estampitas y escapularios, eran un negocio deshonesto. En vista de eso,
Nívea y la Nana pusieron a todos los niños a rezar a escondidas el rosario
durante nueve días. Mientras tanto, grupos de exploradores y andinistas
voluntarios lo buscaron incansablemente por picos y quebradas de la cordillera,
recorriendo uno por uno todos los vericuetos accesibles, hasta que por último
regresaron triunfantes y entregaron a la familia los restos mortales en un
negro y modesto féretro sellado. Enterraron al intrépido viajero en un funeral
grandioso. Su muerte lo convirtió en un héroe y su nombre estuvo varios días en
los titulares de todos los periódicos. La misma muchedumbre que se juntó para despedirlo
el día que se elevó en el pájaro, desfiló frente a su ataúd. Toda la familia lo
lloró como se merecía, menos Clara, que siguió escrutando el cielo con
paciencia de astrónomo. Una semana después del sepelio, apareció en el umbral
de la puerta de la casa de Nívea y Severo del Valle, el propio tío Marcos, de
cuerpo presente, con una alegre sonrisa entre sus bigotes de pirata. Gracias a
los rosarios clandestinos de las mujeres y los niños, como él mismo lo admitió,
estaba vivo y en posesión de todas sus facultades, incluso la del buen humor. A
pesar del noble origen de sus mapas aéreos, el vuelo había sido un fracaso,
perdió el aeroplano y tuvo que regresar a pie, pero no traía ningún hueso roto
y mantenía intacto su espíritu aventurero. Esto consolidó para siempre la
devoción de la familia por san Antonio y no sirvió de escarmiento a las
generaciones futuras que también intentaron volar con diferentes medios.
Legalmente, sin embargo, Marcos era un cadáver. Severo del Valle tuvo que poner
todo su conocimiento de las leyes al servicio de devolver la vida y la
condición de ciudadano a su cuñado. Al abrir el ataúd, delante de las
autoridades correspondientes, se vio que habían enterrado una bolsa de arena.
Este hecho manchó el prestigio, hasta entonces impoluto, de los exploradores y
los andinistas voluntarios: desde ese día fueron considerados poco menos que
malhechores.
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